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SIN PRUEBAS NO HAY PARAÍSO: LA ÉTICA PERIODÍSTICA COMO ANTÍDOTO A LA VIOLENCIA POLÍTICA DE GÉNERO

  • Foto del escritor: Divergente Iberoamérica
    Divergente Iberoamérica
  • 22 jul
  • 4 Min. de lectura

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MÉXICO.-


En un México donde la paridad política es ley, la libertad de expresión se usa a menudo como escudo para ataques misóginos. La única defensa es un periodismo riguroso que se niegue a opinar sin evidencia.


En el México de 2025, la fotografía de la vida pública es, en apariencia, más equitativa que nunca. Gracias a las leyes de paridad, hoy vemos a más mujeres en gubernaturas, secretarías, curules y ayuntamientos. Sin embargo, bajo esta superficie de progreso late una corriente subterránea de hostilidad que ha encontrado en algunos medios de comunicación su canal de expresión más potente. Se trata de una violencia sutil pero corrosiva, que se disfraza de crítica y se ampara en el sacrosanto derecho a la libertad de expresión. La pregunta que define la salud de nuestra democracia hoy es: ¿dónde termina la crítica periodística legítima y dónde empieza la violencia política en razón de género?


La respuesta, aunque compleja, comienza con un principio no negociable del periodismo: sin pruebas, no hay paraíso, solo difamación.


La libertad de prensa es el pilar sobre el que descansa la rendición de cuentas. Un periodismo que no incomoda al poder traiciona su propia naturaleza. Criticar a una funcionaria por sus políticas, cuestionar su presupuesto, investigar sus posibles conflictos de interés o analizar su incompetencia con datos en la mano no solo es válido, es una obligación cívica. El problema surge cuando la tinta se usa no para documentar la realidad, sino para destruirla; cuando la opinión reemplaza a la evidencia y el adjetivo al argumento.


Aquí es donde debemos trazar una primera línea, la más fundamental de la ética periodística. Una columna que afirma, sin más sustento que el rumor, que una secretaria de Estado "malversa fondos para sus lujos" no es periodismo de investigación; es un ataque personal. Un reportaje que sugiere que una alcaldesa es "incapaz de manejar la crisis de seguridad" sin ofrecer una sola estadística comparativa o un testimonio verificado, es un editorial disfrazado de noticia.


Esta falta de rigor es grave en cualquier circunstancia, pero se vuelve exponencialmente más tóxica cuando la persona criticada es una mujer. Es entonces cuando se cruza una segunda línea, la de la violencia política en razón de género (VPRG), definida por nuestras propias instituciones como cualquier acción que menoscabe los derechos políticos de las mujeres por el hecho de serlo.


La calumnia sin pruebas encuentra en los prejuicios de género un terreno fértil para florecer. La acusación de "corrupción" se adereza con comentarios sobre su "gusto caro"; la crítica a su "firmeza" se traduce en llamarla "mandona" o "histérica"; su capacidad de negociación se insinúa como producto de su "encanto" y no de su intelecto. Estas no son críticas a su función pública, son ataques a su condición de mujer en el poder, diseñados para anclar en la mente del público la idea de que ese no es su lugar natural.


Pongamos un ejemplo claro:


Periodismo ético: Publicar un reportaje con documentos del registro público que demuestran que la gobernadora asignó contratos a una empresa de la que su familia es socia. La crítica es severa, pero está anclada en una prueba irrefutable.


Violencia y periodismo no ético: Publicar una nota afirmando que "se sospecha" que la misma gobernadora favorece a "sus amigos", añadiendo comentarios sobre su vida personal o su "ambición desmedida". La primera es una denuncia; la segunda, un linchamiento mediático.


Las consecuencias de normalizar este tipo de cobertura son devastadoras. Para las mujeres políticas, significa enfrentar un escrutinio que no se basa en su desempeño, sino en su identidad, generando un desgaste psicológico que a menudo termina en su retiro de la vida pública. Para la democracia, el mensaje es paralizante: disuade a futuras generaciones de mujeres de participar en política, perpetuando un sistema menos representativo. Y para el periodismo, el costo es su propia alma: la credibilidad. Un medio que opta por la descalificación sin pruebas sobre la investigación rigurosa renuncia a su función social y se convierte en un simple actor de propaganda.


Frente a este panorama, la solución no es la censura ni la autocensura, sino un retorno radical a los fundamentos éticos del oficio. Tanto periodistas como audiencias debemos adoptar un doble filtro antes de dar por válida una crítica hacia una figura pública femenina.

 

El Filtro de la Prueba: ¿La acusación o crítica está respaldada por datos, documentos, fuentes verificables o evidencia sólida? Si la respuesta es no, debe ser descartada como rumor o ataque.


El Filtro de Género: Si la crítica pasa el primer filtro, debemos preguntarnos: ¿el lenguaje, los adjetivos o el enfoque utilizado serían los mismos si el sujeto fuera un hombre? ¿Se está evaluando su trabajo o se están usando estereotipos de género para descalificarla?


La libertad de expresión no es una licencia para difamar. Exigir pruebas no es coartar la libertad, es dignificarla. En la compleja arena política de nuestro país, donde las mujeres han luchado décadas por ocupar los espacios que por derecho les corresponden, el periodismo tiene la opción de ser un ariete que derriba puertas o un arma que las hiere al cruzar el umbral. La elección depende de su compromiso con la única verdad que importa: la que se puede demostrar.


POR: ROBERTO MURGUIA (México)

#Periodismo #México #Ética

 

 
 
 

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