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LA JUSTICIA CON ROSTRO HUMANO: DE LA EVOLUCIÓN A LA REVOLUCIÓN.

  • Foto del escritor: Divergente Iberoamérica
    Divergente Iberoamérica
  • hace 3 días
  • 3 Min. de lectura


La justicia no puede ser un privilegio reservado para unos cuantos. Tampoco puede seguir siendo un trámite frío, impersonal o inaccesible. La justicia es un derecho. Un derecho que todas las personas deben poder ejercer en igualdad de condiciones, sin importar su origen, género, edad, idioma, condición económica o identidad.


Durante décadas, el sistema judicial en México funcionó a través de formas rígidas, complejas y distantes de la vida real. Las resoluciones se escribían en un lenguaje que solo podían entender personas con formación jurídica. Los expedientes se acumulaban en papel. Los procesos se alargaban por años. Muchas veces, quienes acudían a buscar justicia terminaban enfrentándose a un laberinto que les generaba más frustración que respuestas.


Además, ese modelo excluía de forma sistemática a quienes más necesitaban ser escuchados: personas en situación de pobreza, con discapacidad, adultas mayores, integrantes de comunidades indígenas o de la diversidad sexual. No había cercanía, no había sensibilidad. Sin eso, simplemente no hay justicia verdadera.

Hoy, afortunadamente, estamos viviendo un momento de transformación profunda. Una evolución que busca convertirse en revolución, no solo en las normas, sino en la forma de pensar y actuar de quienes imparten justicia.


El nuevo sistema de justicia civil y familiar en la Ciudad de México tiene una apuesta clara: poner al centro a las personas. Ya no se trata solo de revisar documentos, sino de escuchar directamente a quienes acuden a un juzgado. Que sea la jueza o el juez quien mire a los ojos a las partes, escuche sus historias, reciba las pruebas y emita una resolución con imparcialidad, conocimiento y sensibilidad.


Este cambio no es menor. Implica, por ejemplo, que las personas magistradas y juzgadoras dejen de estar atrapadas en tareas administrativas y puedan enfocarse en lo que realmente importa: resolver los conflictos con humanidad y eficacia. Implica también que los juicios sean más rápidos, más transparentes y más comprensibles para todos. Que no hagan falta intermediarios ni abogados expertos para entender qué está pasando con un caso.


Pero este nuevo sistema no puede sostenerse sin un pilar esencial: las personas que imparten justicia. Hoy más que nunca se necesitan mujeres y hombres comprometidos, con principios firmes, conocimiento profundo y una verdadera vocación de servicio. Personas capaces de reconocer la dignidad en cada historia, de no hacer distinciones entre quien tiene mucho y quien tiene poco, de entender el peso social que tiene cada resolución.


Aquí es donde la reforma judicial abre un nuevo capítulo en nuestra historia democrática. Por primera vez, la ciudadanía tendrá en sus manos la elección directa de juezas, jueces, magistradas y magistrados. Esto representa un cambio trascendental: ahora, quienes aspiren a impartir justicia deberán salir a las calles, presentarse ante la gente, hablar cara a cara, explicar quiénes son, qué proponen y por qué merecen su confianza.


Es cierto, esta nueva forma de elegir no está exenta de desafíos. Pero también es una gran oportunidad. Porque obliga a las y los candidatos a dejar los escritorios y acercarse a las colonias, a los barrios, a la realidad de la gente. Obliga también a la ciudadanía a reflexionar: ¿qué tipo de justicia queremos? ¿Queremos jueces lejanos o cercanos? ¿Queremos profesionalismo, sí, pero también empatía, calidez, compromiso con los derechos humanos?


Esta decisión ya no está en manos de unos cuantos. Está en manos de todas y todos. La elección de quienes impartirán justicia es también una elección sobre el futuro que deseamos. Una justicia que escuche. Que entienda. Que no discrimine. Que no retrase. Que repare.


Porque la justicia no es un edificio, ni un expediente, ni una toga. La justicia es humana. Tiene rostro, nombre y una historia que merece ser escuchada. Cada persona que acude a buscarla, merece también un trato digno, cercano y justo.


Estamos frente a un momento clave. En este momento, la justicia necesita que la ciudadanía también se haga oír. Porque cuando la sociedad participa en su construcción, la justicia se vuelve más fuerte, más clara y, sobre todo, más humana.


 
 
 

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