CUANDO LA LEY SE CONVIERTE EN MORDAZA
- Divergente Iberoamérica
- 19 ago
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POR: HELIOS RUÍZ (México)
Por años, México ha sido uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo. Esta afirmación, repetida en informes internacionales, lamentablemente ha dejado de sorprender. Pero hay un fenómeno aún más preocupante que avanza silencioso y disfrazado de buenas intenciones: la criminalización de la palabra, la institucionalización del miedo y el uso del aparato legal para castigar la crítica.
El caso más reciente es Puebla. En junio de este año, el Congreso local aprobó una reforma al Código Penal conocida como la “ley de ciberasedio”. La medida, en teoría, busca sancionar conductas de acoso digital, especialmente cuando están dirigidas a niñas, niños y adolescentes. Pero el texto aprobado, y su posterior modificación en julio, contiene conceptos tan vagos como “ofensa reiterada” o “hostigamiento en redes sociales”, lo que abre una peligrosa vía para perseguir la crítica bajo argumentos subjetivos.
Leopoldo Maldonado, director regional de la organización Artículo 19, lo explicó sin rodeos: no es una buena señal cuando el Estado se otorga a sí mismo el poder de decidir qué discursos son aceptables. Y menos aún cuando lo hace desde el derecho penal, donde la sanción es la cárcel. En una democracia, el debate público no puede estar condicionado por el temor a ser denunciado o perseguido por emitir una opinión, por incómoda que esta sea.
El problema, además, no es exclusivo de Puebla. Lo que ahí ocurre es apenas la punta de un iceberg mucho más grande. En lo que va de 2025, Artículo 19 ha documentado un incremento sin precedentes en el número de acciones legales contra periodistas en todo el país. En solo siete meses se han iniciado más procesos judiciales que en años completos anteriores. Y no se trata de errores aislados. Detrás de muchas de estas denuncias hay actores políticos, funcionarios, legisladores, aspirantes, que recurren al sistema de justicia como herramienta de intimidación.
Hemos visto casos donde periodistas han sido obligados a disculparse públicamente, a retirar investigaciones o, peor aún, a dejar de escribir sobre ciertos temas. Se les acosa no solo en redes sociales, sino desde instituciones. Se activan querellas por daño moral, por difamación, por “violencia política”, en un uso creativo y perverso de figuras jurídicas que no fueron diseñadas para silenciar la prensa.
En varios estados del país, no solo Puebla, sino también en Veracruz, Quintana Roo, Chiapas, y recientemente en Baja California, periodistas han sido blanco de campañas de desprestigio, hostigamiento judicial y amenazas veladas. Y, en algunos casos, se ha recurrido incluso a mecanismos administrativos para cerrar medios o recortar presupuestos de convenios institucionales, castigando la línea editorial incómoda.
Es cierto que el ecosistema digital ha cambiado la forma en que se comunica la ciudadanía y también la forma en que se agrede. Las redes sociales han amplificado voces y también han permitido ataques anónimos. Pero hay una línea muy clara entre sancionar conductas reales de acoso, que deben atenderse con precisión y enfoque especializado, y castigar la disidencia disfrazándola de “ciberasedio”.
Una ley mal redactada, ambigua y generalista, se convierte en una herramienta peligrosa. Porque su interpretación queda en manos de agentes del Estado, como ministerios públicos o jueces, cuya independencia a menudo está en entredicho. Porque en lugar de perseguir delitos graves, como desapariciones, feminicidios o corrupción, se dedican recursos públicos a revisar si un periodista fue “demasiado duro” en un tuit o en una columna.
El derecho internacional ha sido claro durante décadas: la libertad de expresión no debe criminalizarse. Las opiniones, las ideas, incluso las más provocadoras, no deben enfrentarse con la amenaza de una celda. La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha sostenido esa postura. Pero los recientes cambios en el Poder Judicial generan inquietud sobre si esa defensa se mantendrá firme en los próximos meses.
Legislar desde el miedo o la conveniencia política nunca ha dado buenos resultados. Si realmente se quiere proteger a poblaciones vulnerables del acoso digital, hay caminos posibles, específicos y legítimos. Pero usarlos como pretexto para controlar la conversación pública es un retroceso grave. Porque cuando la crítica se castiga, lo que se silencia no es solo una voz, sino el derecho de todos a vivir en una sociedad abierta.
Hoy más que nunca, defender la libertad de expresión es también defender la democracia. Y eso no empieza ni termina en Puebla.
